Mis mujeres

Últimamente, me ha llegado un recuerdo de la infancia de manera recurrente, pero no es claro, solo sé que me recuerda a ellas…
Cuando yo tenía alrededor de diez u once años, mis tías abuelas tenían una finca llamada Jají, en Mérida, Venezuela, ubicada en la cordillera de los Andes. Sin duda, era uno de mis lugares favoritos en la vida; amaba ir a Jají. Entre las montañas había una casa que no tendría más de dos habitaciones, una cocina de leña, una sala no muy grande. Esta casa tenía los cimientos elevados y, en la parte exterior, una gran terraza desde donde podías ver los potreros y a las vacas pastando. Para llegar a la casa desde donde se dejaban los vehículos, pasabas un hermoso jardín donde mi tía Josefina siempre tenía flores de varios y hermosos colores.
Recuerdo sentarme en ese jardín con ellas, mi tía Astrid, Josefina y la Tata a desgranar maíz con el que luego haríamos deliciosas arepas. Aún puedo verlas allí, sentadas en ese musgo que cubría las rocas, con sus enormes sombreros y gafas de sol, sus atuendos estampados con coloridas flores. Vanidosas, con sus labios maquillados de algún color intenso, mientras reían y contaban anécdotas, se asomaban sus blancos dientes. Mientras el enorme tazón se llenaba de granos de maíz, ellas seguían platicando. Aún puedo escuchar sus risas: eran tan simpáticas y amorosas que no pasa un día sin que las extrañe.
La finca no solo tenía los potreros, las flores, la casa. También tenía estanques de truchas y una caída altísima de agua de manantial. Pero una de las cosas más bonitas que tenía ese lugar era una pequeña casa un poco más arriba en la montaña. Parecía una casa de muñecas donde todo era pequeño. Esa era la casita de mi Tata (mi bisabuela). Tenía dos habitaciones, una sala mínima con unas diminutas ventanas de color azul. Recuerdo bien que se abrían hacia afuera, dejando ver las imponentes montañas de la cordillera andina. El baño no lo logro recordar del todo, pero lo que sí recuerdo bien es que la puerta estaba pintada como si fuera un cuadro de las mismas montañas que se veían por las ventanas, solo que con más flores rosadas.
Afuera de la casa, mi Tata tenía su propio jardín y, aunque ya tenía sus años la señora, cada vez que subías a visitarla la encontrabas con su machete cortando hierba mala. Lo hacía con enjundia, un poco sudada, pero eso sí, con un sombrero gigante para evitar el sol en la cara. Y si tenías suerte, algo te enseñaba de las plantas ese día. Era verdaderamente hermoso pasar varios días en esa casa que parecía hecha para mí más que para ella.
Detrás de los estanques de truchas y un poco escondida en la montaña, había una escalera de piedra que se perdía entre el musgo y las rocas. Mi recuerdo recurrente se desarrolla justo en esa escalera cubierta de musgo, con flores alrededor y mariposas revoloteando sobre mí mientras subo, pero no logro recordar a dónde llego. ¿Para qué voy allí? Solo sé que voy sola y contenta; sin embargo, aunque estoy segura de ir sola, logro sentir una presencia de algo como mágico o divino. ¿Puede ser el espíritu de la montaña, las hadas, los gnomos, el bosque, o serán ellas? … no lo sé. A veces sueño con esa escena y anhelo descubrir a dónde llego y para qué voy allí. Aún no logro descifrarlo ni en mis recuerdos y, lo que es peor, tampoco en mis sueños.
Últimamente he sentido el impulso incesante de regresar a ese lugar. Mi tía Josefina (la dueña de la finca) lamentablemente falleció hace años y, varios antes, vendió la finca. Hoy no sé a quién pertenece mi querida Jají, pero algo en lo más profundo de mi ser me hace querer regresar. Algunas veces pienso que, si vuelvo, mis mujeres estarán ahí, sentadas pilando maíz: Josefina con su boca pintada de rosa, perfectamente maquillada; mi adorada Astrid con sus pantalones morados que combinaban perfecto con su camisa a rayas y flores en los mismos tonos; y ni qué decir de mi Tata con su pelo blanco y sus manchas en las manos y en la cara que solo dejaban al descubierto la cantidad de soles que había visto.
Solo las extraño con el alma y me gustaría volver a verlas juntas, riendo y haciendo de comer. Quiero abrazarlas y sentir cómo me apretaban contra sus grandes pechos, que siempre quise heredar. Me gustaría volver a sentir a qué olían mis mujeres.
Las cosas en mi querida Venezuela han cambiado mucho desde esos tiempos hasta hoy. Sin embargo, no pierdo la esperanza de regresar a Jají, recostarme en su pasto húmedo y volver a contemplar esa roca enorme que engalanaba la montaña desde la cual siempre caía agua. En lo más profundo de mi ser desearía que esa escalera me llevara de regreso a ellas. Mientras las recuerdo, mi corazón se hace chiquito; jamás olvidaré todo lo que me enseñaron: su conexión con la naturaleza, sus expresiones de amor a través de la comida, sus risas, sus regaños y el aroma a flores que las habitaba.
Las amo y las extrañaré eternamente.


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