Gracias por todo, Santa María, pero hasta aquí.

Ha sido una guerra larga, ardua y silenciosa. Llevo años intentando erradicar de forma definitiva el consumo de marihuana. Y como en toda guerra, ha habido muchas batallas: algunas las gané, otras me arrastraron. Pero aquí sigo, de pie, orgullosa de mis avances, aunque aún haya días de retroceso.
La primera gran batalla fue dejar de fumar todos los días. Me tomó una purga de tabaco brutal, una dosis chamánica de psilocibina (7 gramos, nada menos) y más de dos meses de abstinencia. Después de más de 20 años, logré extirpar el hábito diario. Sentí que había ganado. Pero esta es una relación tóxica con mil formas y disfraces. Al tiempo empecé a darme “permisitos”: un porro en fin de semana, otro de viaje, una caladita aquí y allá. Y, para ser franca, lo disfrutaba. Extrañaba fumar.
Pero estas adicciones tan largas son difíciles de mantener a raya. Un día te das cuenta de que ya volviste, que otra vez estás ahí. Y lo peor es que lo ves todo: cómo me hace sobrepensar, cómo al día siguiente estoy más reactiva, sensible, apática. Mi energía baja, mi cuerpo se desconecta. La relación con mi pareja se tensa. Ambos sabemos que es por eso. El monchis me devora y me como todo sin filtro, para luego terminar con dolor de estómago, culpa y malestar. Una cadena ridícula que no para.
Y aun sabiendo todo esto, lo seguí haciendo. Porque la costumbre, a veces, es más fuerte que el amor propio. Que la conciencia. ¡Dios! Cómo recuerdo a mi abuela diciendo eso.
Pero algo empezó a cambiar. Haber dejado de fumar diario me dio mucho tiempo libre. Y lo dediqué a otras cosas hermosas: mi blog, mi casa, mis rituales, mis rutinas. Estas últimas tres semanas fueron especialmente profundas. Me metí de lleno a explorar mi naturaleza femenina, a conectar con mis ancestras, a limpiar un poco mi linaje, a observar mis ciclos menstruales, a sembrar mis lunas. A tocar la tierra. A tocarme el alma.
Y entonces, volví a fumar como antes. Y la planta me regañó. Feo.
Me dio una pálida tremenda (para quienes no saben, así se le llama a esos efectos horrorosos del cannabis cuando “te pega mal”: sudoración, mareo, malestar, náusea, sensación de desmayo). No fue una, fueron tres. Y no aprendí con la primera. Ni con la segunda. Al tercer día fumé de nuevo —según yo “menos fuerte”, con una pipa electrónica— y terminé vomitando media pizza de pepperoni, pálida como fantasma, con hormigueo en las manos y dolor de estómago que me doblaba.
Y fue ahí, en ese baño, con la cara blanca, el corazón a mil y el cuerpo en emergencia total, que me dije:
¿Cómo es posible que me esté haciendo esto a mí misma? Tres veces en un fin de semana, ¡Para ya, María! ¡¿Para qué?!
Y entonces llegó. Un rayo de conciencia que me atravesó y me dijo:
“Esto ya no va más. “Tu cuerpo no lo acepta”. “Tu alma tampoco”.
Me costó, pero me hice cargo. Me vi con ojos de adulto. Me hablé con la verdad:
Ya no soy esa adolescente que fuma para huir. Ya crecí. Ya sé. Y sé que mi tiempo con el cannabis terminó.
Siento que necesito hacer un ritual de cierre. Honrar esta planta que me acompañó tantos años, que fue mi medicina y también mi sombra. Darle las gracias, pero soltarla. Cerrar el ciclo desde un lugar sagrado.
Ya les contaré qué se me ocurre.
Y, mientras tanto, las quiero leer.
¿Les ha pasado algo así? ¿Alguna relación, hábito o patrón que creyeron superado… y de pronto volvió con todo?
¿Esa falsa sensación de haber ganado la guerra… cuando en realidad solo fue una batalla?
Cuéntenme.Recuerden que donde sana una, sanamos todas.Aho.