Cuando el tratamiento in vitro no resulta ¿Qué? Parte 2

Como les conté en la primera parte, nadie te prepara para cuando el tratamiento no resulta. ¿Cómo se cura eso? ¿Cómo se sana la pérdida de un hijo que nunca existió? ¿Cómo se reacomoda una vida que ya se había imaginado distinta? ¿Cuánto tiempo “se vale” estar mal?
Ninguna mujer habla de esto, y las entiendo. El dolor es tan grande, los sentimientos tan mezclados, que explicarlos se vuelve imposible. A veces ni nosotras mismas entendemos qué nos está pasando, mucho menos cómo ponerlo en palabras.
En mi caso, por suerte o por destino, una semana después de la noticia nos mudamos de casa. Y aunque pocas personas disfrutan una mudanza, en ese momento fue lo mejor que me pudo haber pasado. Por un lado, me mantuvo ocupada, y eso fue esencial para no hundirme en la espiral de preguntas sin respuesta. Por otro, me llevó a un entorno nuevo, lejos de donde había sucedido todo el proceso.
Vino mi suegra a ayudarnos con la mudanza, y agradecí profundamente su compañía femenina. Aunque no hablamos del tema hasta el último día, su presencia fue un bálsamo. Yo no me atrevía a tocar el tema y ella, con su prudencia, respetó mis silencios. Ese silencio me mostró lo difícil que me era mostrarme vulnerable. Casi como si lo tuviera prohibido. Pero al reconocerlo, empecé a trabajarlo, hasta este momento en el que me atrevo a escribirlo para ustedes.
Durante la mudanza, me empezó un brote en los brazos. Comezón, ronchitas, una especie de urticaria que no se quitaba con nada: antihistamínicos, cremas, baños. Nada. Mi cuerpo hablaba por mí. Era parte de esa somatización emocional que no sabía cómo procesar. El último día, simplemente me derrumbé. Lloré sin parar y me metí a la cama por la tarde. Ya no podía más. Por más que me repetía que tenía todo para ser feliz, había días en que nada de eso funcionaba, y lo único que necesitaba era estar sola y llorar…
Ese día, mi suegra entró a mi cuarto y hablamos. Lloramos juntas. Ella lloraba por el nieto que no tendría. Yo por el hijo que no llegaría. Cada una con su propio duelo. Nunca olvidaré sus palabras: “Este es un duelo que tienes que sentir, no te lo guardes”.
Dos semanas después me fui a las faldas de los Himalayas, en un viaje que había planeado con mi maestra y amiga Frida, casi un año antes. Y sí, el universo sabe lo que hace. Estando allá, rodeada de mujeres de distintas edades y caminos, me sentí acompañada por primera vez desde que comenzó el proceso. Aunque mi mamá, mi suegra, mis amigas, mi hermana, todas estuvieron pendientes, ninguna había pasado por esto. Allá conocí mujeres con historias más dolorosas, otras más esperanzadoras, pero todas valientes…
En ese viaje me animé a hablar, porque nadie me conocía, y eso me dio una libertad inmensa. Me sentí segura. Escuchada. No juzgada. Y me prometí que, cuando estuviera más fuerte, hablaría de esto. Porque sé que allá afuera hay muchas mujeres atravesando este mismo túnel sin linterna, sin una voz que les diga: “Yo también pasé por eso”.
Regresé mejor, pero esto no se sana con un retiro ni con un par de terapias. Es un proceso. Solo el tiempo y la aceptación van acomodando las piezas.
Aquí me detengo. En la próxima entrega les voy a contar cómo, meses después, creí que ya había superado todo… Y la vida me mostró que no.
Estoy aquí para leerte, escucharte. Siente que aquí tienes una amiga con quien hablar de estos temas. Sanemos juntas. Aquí somos. Aquí estamos.
Si estás pasando por un momento parecido, te leo. Puedes escribirme, contarme tu historia o simplemente ser parte de este espacio. No estás sola.