Cuando el tratamiento in vitro no resulta ¿Qué? Parte 1

No recuerdo haber sido de esas mujeres que tienen muy claro su deseo de ser madre. Creo que, más bien, todo lo contrario. Fue hasta ya entrados los treinta que empecé a cuestionármelo y a sentir ese instinto maternal que, dicen, todas llevamos dentro.
Cuando nació mi sobrino, el hijo de mi hermana, algo se despertó en mí. Por primera vez, pude imaginarme a mí misma con un hijo.
Mi esposo y yo llevábamos ya más de dos años sin cuidarnos, esperando que la naturaleza hiciera lo suyo. Pero tras ver a Vicente en mis brazos, algo se encendió. Mis amigas y mi hermana comenzaron a animarme a intentar la fecundación in vitro. Lo hablamos en pareja y decidimos que sí, que queríamos hacerlo.
Hicimos todos los exámenes. Todo iba viento en popa. Los resultados eran buenos, las condiciones parecían óptimas. Todo apuntaba a que podríamos lograr uno o dos embriones, justo lo que esperábamos.
El tratamiento es, sin duda, invasivo y desgastante para nosotras. Pero también está envuelto en tanta esperanza y emoción que los ecos vaginales constantes, las extracciones de sangre cada segundo día, las inyecciones en la panza mañana y noche, todo eso pierde importancia. Yo solo quería que funcionara. Imaginaba nuestra familia, soñaba con ella.
Durante las dos semanas de estimulación hormonal, me sentí bien. Feliz. Energizada. Enamorada. Casi como si las hormonas me estuvieran haciendo flotar. Pero hacia la segunda semana, mi cuerpo comenzó a resentirlo. Y producir ocho óvulos en vez de uno. Trae consigo inflamación, sensibilidad, irritabilidad, etc. El día de la punción llegó. Una pequeña cirugía. Todo salió bien. Ocho óvulos a mis 43 años: una gran noticia, según los doctores. Más esperanza.
De regreso a casa, las hormonas ya no me hacían flotar. Todo lo contrario. Me sentía irritable, ansiosa, y empezaban los bajones anímicos. Aun así, seguíamos ilusionados. Seis de los óvulos se fecundaron: algunos de forma natural, otros con ayuda. Todos los días esperábamos la llamada del laboratorio.
Hasta que llegó esa llamada.
Estábamos a punto de almorzar cuando sonó el teléfono. Puse el altavoz. Era la bióloga. Su voz, aunque pausada, traía una tormenta: los blastocistos no se están desarrollando bien, quizá uno podría sobrevivir, pero no se ve prometedor.
El mundo se me detuvo.
Teníamos la ilusión de tener hasta dos embriones. Y, de un momento a otro, todo se desmoronó. La esperanza se transformó en duelo. El tratamiento que habíamos vivido como algo casi romántico, lleno de propósito y luz, se volvió una pesadilla.
Nos quedamos en silencio. No teníamos palabras. Nunca habíamos contemplado la posibilidad de que no funcionara. Y, aunque eso nos permitió vivir el proceso con alegría, la caída fue devastadora.
Lloré como nunca. Me sentía defectuosa. Como si fuera la única mujer a la que le pasaba esto. Como si les hubiera fallado: a mi esposo, a mi madre, a mi suegra. Sentía que había fallado como mujer.
¿Qué sentido tenía todo ahora?
¿Cómo se supone que se vive con una noticia así?
Yo quería proteger a mi esposo, pero estaba completamente rota por dentro. No lloraba frente a él, para evitar que sufriera por verme sufrir. Me permití, según yo, un par de días de duelo, de lágrimas y preguntas sin respuesta. Eran muchas las preguntas sin respuesta. Luego, comencé a exigirme que dejara de sentirme mal. Me repetía: “Tienes todo para ser feliz. ¿De verdad vas a sufrir por lo único que no tienes?”
Ese fue mi intento de autoperdón. Que lejos de ser sanación. Era una negación.
Pasaron semanas. Hablé con mi terapeuta y con otra especialista de la clínica. Yo, que siempre me consideré fuerte, incluso hasta insensible, me vi completamente desbordada. Mis mecanismos de defensa no funcionaban. Y mi caída hormonal tampoco ayudaba. Me sentía sola.
Y es que de esto no se habla.
Nadie nos prepara para cuando el tratamiento no resulta. Hay silencio, culpa y una sensación de vacío que no se llena fácilmente. Es por eso que hoy, al poder escribir estas líneas, siento que me estoy liberando un poco más. Pero me costó mucho tiempo y varias terapias alternativas poder llegar aquí.
Porque contar lo que duele también es sanar.
Y así cierro este primer capítulo. No desde la resignación, sino desde la apertura.
Porque lo que vino después —lo que aún estoy procesando— merece su propio espacio.
Si tú también has atravesado por algo así, o si te has sentido sola en tu proceso, me encantaría leerte.
Déjame tu historia, tu testimonio, tu sentir. Porque cuando una mujer se atreve a hablar, muchas más sanamos a través de ella.

